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1 may 2010

Justicia poética de los guardianes del chocolate

Sueño raro el de anoche. Al menos la parte que de él recuerdo. Resulta que había vuelto a mi Corrientes natal y estaba paseando. Necesitaba comprar algunos regalos no sé bien para quién ni por qué razón. Siempre fue una tortura eso de elegir regalos, para mi. Aunque conozca mucho a la persona. Pero, en fin, a eso estaba abocado. Recorría los puestos del “mercadito paraguayo” (en otros lados le dicen feria paraguaya, feria de compras, y así, pero en todos lados es lo mismo: un puesto tras otro con ropa, cds, reproductores de música, ropa, bombones Garoto, películas, algún Whisky y la lista sigue). Pero pasaba algo particular: si pedía una remera, me traían un par de medias; si aquello por lo que preguntaba era un equipo de mate recontra copado, me daban el precio de un celular viejo (de esos que usaban en “Grande Pa!”).

Así estuve un rato largo. Al principio, tenía la sensación de “qué boludos que son todos estos, no entienden lo que les digo”. Sensación que con el correr de los minutos, iba trocando a “estos me están boludeando”. Esta última idea no me gustó, así que había decidido rajar para evitar tener que pelearme con todos los feriantes. Pero algo llamó mi atención en ese camino hacia la salida: un puesto inmenso, aún mas grande que la feria misma. Adentro de sus puertas de vidrio se podía ver a toda la gente muy abrigada, cosa extrañísima para un verano correntino. Deduje, bien, que era una especie de cámara frigorífica. Como me pareció ver una cara conocida dentro, y encima tenía un calor de mil infiernos, me mandé para ese lugar. Adentro, no hacía frío, era que estaban grabando por ahí cerca una película ambientada en la Antártida y la gente había ido a comprar un tentenpié. Porque resultaba ese lugar una replicación de las heladeras de lácteos de supermercados, pero a niveles astronómicos, y únicamente con productos dulces: chocolatadas, postres, flanes, yogures, tortas, y demases.

Cómo no tenía la más mínima idea de porqué estaba eso ahí, ya que nunca lo había visto, pregunto a uno de los que estaba en las cajas cobrando. La respuesta me descolocó: se trataba de el lugar en el que los supermercadistas del mundo guardan sus lácteos a la noche, para que no se corte la cadena de frio. Y nadie más que ellos sabia de la existencia del mismo. Pero, como le debían a sus empleados 12 años de sueldos, éstos habían decidido ir de manera itinerante vendiendo a precio de ganga esos productos a la gente, y quedándose con lo recaudado. Y, cada vez con más entusiasmo, me contaba que habían comenzado sin saber cómo hacerlo, hasta que se dieron cuenta de que además de hacer un acto de justicia para con ellos, querían dejar algo al mundo. Eso los motivaba mucho. Fue entonces cuando me dijo que todo lo que había en sus heladeras y góndolas costaba 2 pesos. Querían ser “como unos Robin Hood de la dulzura, devolverles la dulzura a los hombres y mujeres del mundo, aún a los diabéticos, porque hay cosas para diabéticos también, ¿sabias?” Seguimos conversando un rato, y me dice que como le caí bien, alija lo que quiera y lo lleve nomas, que estaban haciendo muy buena guita y no importaba.

Había de todo: desde chocolatadas Cindor en damajuanas, hasta relleno de bombones en latas de 5 kg, de esas en las que viene el dulce de batata, esas que cuando era chico usaba mi abuela para cocinar las tortas. Pero lo que me llamaba especialmente la atención era que al mirar la fecha de vencimiento de las cosas, todas vencían el mismo día: 24 de junio de 2003. Ni en pedo me llevaba, por gratis que fueran, cosas que me iban a caer mal. La gula tiene límites.

Enojado, enfilo para la puerta puteando labios adentro contra los falsos Robin Hood del mundo, desencantado, pensando que la humanidad no tiene cura, que todo el tiempo la gente está esperando para cagarte. Llego a la vereda, el calor vuelve a hacerse presente con toda crueldad. Mi casa, gracias a esas cosas de los sueños, se había trasladado y ahora estaba justo frente a la feria. Cruzo la avenida esquivando colectivos y me refugio entre las paredes conocidas. Voy a la cocina a sacar agua fresca de la heladera. Todas las paredes de la cocina tenían almanaques. Todas las fechas eran iguales: 15 de abril de 1999. Caigo en la cuenta de que no toda la gente era tan mala como pensaba y pienso en volver a la feria a conseguirme esas cosas para la gula. La puerta de mi casa no se abre. Miro por la ventana y veo cómo el viento iba desdibujando, cual si fuera un borrador, todo lo que estaba afuera. Me voy al living, me siento en el piso, y pienso: otra oportunidad perdida.

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